sábado, 2 de agosto de 2008

Mediterráneo.

Uno debería pensar que, trabajando para el mundo de la moda, viviría rodeada de glamour, sería invitada a las mejores fiestas y cientos de hombres apuestos, acicalados y perfumados, andarían detrás de mí. Nada más lejos de la realidad cuando mides apenas metro sesenta y trabajas vendiendo botones a las grandes firmas: entras por la puerta de atrás y hablas con fríos oficinistas que te pasan una hoja con el pedido y tú les dejas a cambio un nuevo catálogo.

Esta fue la primera decepción que tuve cuando llegué a este encantador país, pero lo he superado bien: nunca habría soñado con poder irme de Erasmus, el sueldo en casa no daba para tanto, suficiente teníamos con pagarme el curso. Pero siempre estuve conectada a Italia de alguna manera: mi padrino de bautismo es italiano, le he visto 4 veces en mi vida, y aun así... había un vínculo. Llamadme ingenua, acusadme de soñadora y estareis en lo cierto. La vida no es ninguna película tonta americana donde si crees en las señales todo te saldrá genial.

Hace unos meses mi padre se quedó en paro, con su edad, difícil encontrar algo y entonces, sucedió: apareció mi padrino y me ofreció un trabajo: me pagaría un curso de italiano y además haría de representante de sus botones de cara a las grandes firmas. Estudio historia y me quiero especializar en historia antigua, era algo que no podría rechazar; una parte de mi sueldo se vendria a casa para que mis padres tuvieran algún ingreso mientras tanto.

Al principio, lo rechacé, no me fiaba, te he visto 4 veces en mi vida y apareces? no me fiaba. Pero acepté: mi llegada al país transalpino fue una soleada mañana de agosto, acompañada de mis padres, ya que estoy aquí y tengo alojamiento, al menos que disfruten, que no se dan ningún capricho.

Pero se fueron y yo me quedé sola en una pequeña casa que parecía sacada de una película antigua: paredes encaladas y ventanas llenas de geranios. Yo no los riego, por supuesto, soy un desastre, pero cuando mis padres se fueron y me quedé sola, las vecinas prometieron ocuparse de mí y vaya si lo hicieron.

Cuando llegué del aeropuerto tras despedirme de mis padres, había en el patio una vespa amarilla que estaban arreglando (menos mal que mi madre no la vio), "por Roma hay que ir en Vespa, no hay que fiarse del metro", uno de los nietos de las vecinas se ocupó del encargo, pero tenía 40 años y se fue pronto a casa. Parece que vivo en una residencia de ancianos femenina: todas mis vecinas están viudas y rondan los 70, sino más. Y todas tienen una salud envidiable. Y me han adoptado.

Todo comenzó cuando ayudé a la Señora María con unas bolsas de la compra. Al principio se resistió un poco, pero después me quiso dar una propina, como me resistí, llegamos a un acuerdo y me quedé a comer en su casa. Pronto se corrió el rumor de que había una niña viviendo en el vecindario y recibí numerosos postres y geranios como bienvenida. Estas mujeres son de hierro, pero me daba no se qué verlas cargadas de verduras y hortalizas, así que hacía las veces de porteadora, (no era fácil convencerlas de ello). A la semana, ya sabía cuántos hijos tenían, qué les gustaba comer y se habían hecho una especie de planning para que comiese cada día en una casa, después de un gran alboroto porque me habían hecho de comer en dos sitios a la vez.

Glamour, chicos guapos y moda: paredes encaladas, pasta artesana y colonia de lilas.

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